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LUNARTE: enero 2007

lunes, enero 29, 2007

TEATRO 4 OBRAS Y UN CUENTO Presentación de Luís Chávez Fócil
La noche del sábado 27 de Enero se llevo a cabo la presentación del más reciente trabajo literario del escritor Luís Chávez Fòcil que lleva por nombre “Teatro 4 obras y un cuentito”. El evento fue organizado por el Café Literario Blandelino Alor de Casa de Cultura de Minatitlàn. Las lecturas se presentaron en las instalaciones de la Cafetería “El Paraíso”. Así entre humos de café se pudo disfrutar de las agradables historias que Luís Chávez narro, con un toque desenfadado y su inigualable jocosidad interpretativa nos brindo 4 obras teatrales con un lenguaje sencillo y entretenido que fueron del agrado de todos los asistentes que para esa noche se reunieron para compartir un encuentro mas con la palabra escrita. El programa literario estuvo conducido por el Lic. Miguel Ángel Chàzaro y Rosa Esperanza Sánchez Gracia.
Presentación y Reseña del Libro Teatro de la palabra griega “Theatròn”, Lugar para contemplar.
Alejandro Jodorowsky afirma: “Uno no va al teatro para escapar de sí, sino para reestablecer el contacto con el misterio que somos todos. Por: Esperanza Sánchez Gracia Luís Chávez Fócil, es escritor y dramaturgo, becario del FONCA 2006-2007 ha sido ganador de varios premios nacionales y estatales, y en esta ocasión presenta su mas reciente quehacer literario titulado: Teatro 4 obras y un cuentito. El Arte de la palabra tiene diversas formas de expresión, una de las cuales Luís Chávez conoce muy bien, y esta es “La voz del Teatro”.Su cuadernillo contiene 4 obras teatrales, las que se enmarcan en la cotidianidad de la vida, dejándonos entrever las diferentes personalidades y su ya conocido toque creativo para consolidar y darle vida a sus personajes para trasmitir el mensaje que quiere hacer llegar al lector de una forma sencilla e imaginativa. Los cuatro guiones teatrales que Luís nos presenta salpicados de un humor muy mexicano, es una forma de hacer Teatro espontáneo, sincero, renovado, actual, en sus historias reside la comedia y nos brinda ese toque picaresco sin olvidar ese aire dramático que le da fuerza a los diálogos que entablan los personajes. Las obras se desarrollan en un ambiente moderno y costumbrista, el que vive nuestro tiempo y país, a medida que leemos cada dialogo los personajes se vuelven más reales, mas lucidos, el humor es el elemento principal, escenario acorde que nos brinda una visión mas clara de nuestra realidad social y la forma en que cada individuo se expresa y vive su vida. Finalmente entre línea y línea una carcajada asoma, Luís nos invita a reflexionar sobre nuestro devenir y como debe ser una buena obra de Teatro a contemplarla, vivirla, y asumirla. En definitiva como dijo Manuel Torres a Federico García Lorca: “Todo lo que tiene sonido, tiene duende”. Y como podemos apreciar la creación de este escritor minatitleco tiene sonido propio, “su duende”.

domingo, enero 28, 2007

miércoles, enero 24, 2007

GAUDÍ EN MANHATTAN
*Carlos Ruiz Zafòn*
Años más tarde, al contemplar el cortejo fúnebre de mi maestro desfilar por el paseo de Gràcia, recordé el año en que conocí a Gaudí y mi destino cambió para siempre. Aquel otoño, yo había llegado a Barcelona para ingresar en la escuela de arquitectura. Mis sueños de conquistar la ciudad de los arquitectos dependían de una beca que apenas cubría el coste de la matrícula y el alquiler de un cuarto en una pensión de la calle del Carme. A diferencia de mis compañeros de estudios con trazas de señorito, mis galas se reducían a un traje negro heredado de mi padre que me venía cinco tallas más ancho y dos más corto de la cuenta. En marzo de 1908, mi tutor, don Jaume Moscardó, me convocó a su despacho para evaluar mi progreso y, sospeché, mi infausta apariencia. —Parece usted un pordiosero, Miranda —sentenció—. El hábito no hace al monje, pero al arquitecto ya es otro cantar. Si anda corto de emo-lumentos, quizá yo pueda ayudarlo. Se comenta entre los catedráticos que es usted un joven despierto. Dígame, ¿qué sabe de Gaudí? «Gaudí.» La sola mención de aquel nombre me producía escalofríos. Había crecido soñando con sus bóvedas imposibles, sus arrecifes neogóticos y su primitivismo futurista. Gaudí era la razón por la que deseaba convertirme en arquitecto, y mi mayor aspiración, amén de no perecer de inanición durante aquel curso, era llegar a absorber una milésima de la matemática diabólica con la que el arquitecto de Reus, mi moderno Prometeo, sostenía el trazo de sus creaciones. —Soy el mayor de sus admiradores —atiné a contestar. —Ya me lo temía. Detecté en su tono aquel deje de condescendencia con el que, ya por entonces, solía hablarse de Gaudí. Por todas partes sonaban campanas de difuntos para lo que algunos llamaban modernismo, y otros, simplemente, afrenta al buen gusto. La nueva guardia urdía una doctrina de brevedades, insinuando que aquellas fachadas barrocas y delirantes que con los años acabarían por conformar el rostro de la ciudad debían ser crucificadas públicamente. La reputación de Gaudí empezaba a ser la de un loco huraño y célibe, un iluminado que despreciaba el dinero (el más imperdonable de sus crímenes) y cuya única obsesión era la construcción de una catedral fantasmagórica en cuya cripta pasaba la mayor parte de su tiempo ataviado como un mendigo, tramando planos que desafiaban la geometría y convencido de que su único cliente era el Altísimo. —Gaudí está ido —prosiguió Moscardó—. Ahora pretende colocar una Virgen del tamaño del coloso de Rodas encima de la casa Milà, en pleno paseo de Gràcia. Té collons. Pero, loco o no, y esto que quede entre nosotros, no ha habido ni volverá a haber un arquitecto como él. —Eso mismo opino yo —aventuré. —Entonces ya sabe usted que no vale la pena que intente convertirse en su sucesor. El augusto catedrático debió de leer la desazón en mi mirada. —Pero a lo mejor puede usted convertirse en su ayudante. Uno de los Llimona me comentó que Gaudí necesita alguien que hable inglés, no me pregunte para qué. Lo que necesita es un intérprete de castellano, porque el muy cabestro se niega a hablar otra cosa que no sea catalán, especialmente cuando le presentan a ministros, infantas y principitos. Yo me ofrecí a buscar un candidato. Du llu ispic inglich, Miranda? Tragué saliva y conjuré a Maquiavelo, santo patrón de las decisiones rápidas. —A litel. —Pues congratuleixons, y que Dios lo pille a usted confesado. Aquella misma tarde, rondando el ocaso, emprendí la caminata rumbo a la Sagrada Familia, en cuya cripta Gaudí tenía su estudio. En aquellos años, el Ensanche se desmenuzaba a la altura del paseo de Sant Joan. Más allá se desplegaba un espejismo de campos, fábricas y edificios sueltos que se alzaban como centinelas solitarios en la retícula de una Barcelona prometida. Al poco, las agujas del ábside del templo se perfilaron en el crepúsculo, puñales contra un cielo escarlata. Un guarda me esperaba a la puerta de las obras con una lámpara de gas. Lo seguí a través de pórticos y arcos hasta la escalinata que descendía al taller de Gaudí. Me adentré en la cripta con el corazón latiéndome en las sienes. Un jardín de criaturas fabulosas se mecía en la sombra. En el centro del estudio, cuatro esqueletos pendían de la bóveda en un macabro ballet de estudios anatómicos. Bajo esa tramoya espectral encontré a un hombrecillo de cabello cano con los ojos más azules que he visto en mi vida y la mirada de quien ve lo que los demás sólo pueden soñar. Dejó el cuaderno en el que esbozaba algo y me sonrió. Tenía sonrisa de niño, de magia y misterios. —Moscardó le habrá dicho que estoy como un llum y que nunca hablo español. Hablarlo lo hablo, aunque sólo para llevar la contraria. Lo que no hablo es inglés, y el sábado me embarco para Nueva York. Vostè sí el parla l’anglès, oi, jove? Aquella noche me sentí el hombre más afortunado del universo compartiendo con Gaudí conversación y la mitad de su cena: un puñado de nueces y hojas de lechuga con aceite de oliva. —¿Sabe usted lo que es un rascacielos? A falta de experiencia personal en la materia, desempolvé las nociones que en la facultad nos habían impartido acerca de la escuela de Chicago, los armazones de aluminio y el invento del momento, el ascensor Otis. —Bobadas —atajó Gaudí—. Un rascacielos no es más que una catedral para gente que, en vez de creer en Dios, cree en el dinero. Supe así que Gaudí había recibido una oferta de un magnate para construir un rascacielos en plena isla de Manhattan y que mi función era actuar como intérprete en la entrevista que debía tener lugar al cabo de nueve días en el Waldorf-As-toria entre Gaudí y el enigmático potentado. Pasé los tres días siguientes encerrado en mi pensión repasando gramáticas de inglés como un poseso. El viernes, al alba, tomamos el tren hasta Calais, donde debíamos cruzar el canal hasta Southampton para embarcar en el Lusitania. Tan pronto abordamos el crucero, Gaudí se retiró al camarote envenenado de nostalgia de su tierra. No salió hasta el atardecer del día siguiente, cuando lo encontré sentado en la proa contemplando el sol desangrarse en un horizonte prendido de zafiro y cobre. «Això sí és arquitectura, feta de vapor i de llum. Si vol aprendre, ha d’estudiar la natura.» La travesía se convirtió para mí en un curso acelerado y deslumbrante. Todas las tardes recorríamos la cubierta y hablábamos de planos y ensueños, incluso de la vida. A falta de otra compañía, y quizá intuyendo la adoración religiosa que me inspiraba, Gaudí me brindó su amistad y me mostró los bosquejos que había hecho de su rascacielos, una aguja wagneriana que, de hacerse realidad, podía convertirse en el objeto más prodigioso jamás construido por la mano del hombre. Las ideas de Gaudí cortaban la respiración, y aun así no pude dejar de advertir que no había calor ni interés en su voz al comentar el proyecto. La noche anterior a nuestra llegada me atreví a hacerle la pregunta que me carcomía desde que habíamos zarpado: ¿por qué deseaba embarcarse en un proyecto que podía llevarle meses, o años, lejos de su tierra y sobre todo de la obra que se había convertido en el propósito de su vida? «De vegades, per fer l’obra de Déu cal la mà del dimoni.» Me confesó entonces que si se avenía a erigir aquella torre babilónica en el corazón de Manhattan, su cliente se comprometería a costear la terminación de la Sagrada Familia. Aún recuerdo sus palabras: «Déu no té pressa, però jo no viuré per sempre…» Llegamos a Nueva York al atardecer. Una niebla malévola reptaba entre las torres de Manhattan, la metrópoli perdida en fuga bajo un cielo púrpura de tormenta y azufre. Un carruaje negro nos esperaba en los muelles de Chelsea y nos condujo luego por cañones tenebrosos hacia el centro de la isla. Espirales de vapor brotaban entre los adoquines y un enjambre de tranvías, carruajes y estruendosos mecanoides recorrían furiosamente aquella ciudad de colmenas infernales apiladas sobre mansiones de leyenda. Gaudí observaba el espectáculo con mirada sombría. Sables de luz sanguinolenta acuchillaban la ciudad desde las nubes cuando enfilamos la Quinta Avenida y vislumbramos la silueta del Waldorf-Astoria, un mausoleo de mansardas y torreones sobre cuyas cenizas se alzaría veinte años más tarde el Empire State Building. El director del hotel acudió a darnos la bienvenida personalmente y nos informó de que el magnate nos recibiría al anochecer. Yo iba traduciendo al vuelo; Gaudí se limitaba a asentir. Fuimos conducidos hasta una lujosa habitación en la sexta planta desde la que se podía contemplar toda la ciudad sumergiéndose en el crepúsculo. Le di al mozo una buena propina y averigüé así que nuestro cliente vivía en una suite situada en el último piso y nunca salía del hotel. Cuando le pregunté qué clase de persona era y qué aspecto tenía, me respondió que él no lo había visto jamás, y partió a toda prisa. Llegada la hora de nuestra cita, Gaudí se incorporó y me dirigió una mirada angustiada. Un ascensorista ataviado de escarlata nos esperaba al final del corredor. Mientras ascendíamos, observé que Gaudí palidecía, apenas capaz de sostener la carpeta con sus bocetos. Llegamos a un vestíbulo de mármol frente al que se abría una larga galería. El ascensorista cerró las puertas a nuestras espaldas y la luz de la cabina se perdió en las profundidades. Fue entonces cuando advertí la llama de una vela que avanzaba hacia nosotros por el corredor. La sostenía una figura esbelta enfundada en blanco. Una larga cabellera negra enmarcaba el rostro más pálido que recuerdo, y sobre él, dos ojos azules que se clavaban en el alma. Dos ojos idénticos a los de Gaudí. —Welcome to New York. Nuestro cliente era una mujer. Una mujer joven, de una belleza turbadora, casi dolorosa de contemplar. Un cronista victoriano la habría descrito como un ángel, pero yo no vi nada angelical en su presencia. Sus movimientos eran felinos; su sonrisa, reptil. La dama nos condujo hasta una sala de penumbras y velos que prendían con el resplandor de la tormenta. Tomamos asiento. Uno a uno, Gaudí fue mostrando sus bosquejos mientras yo traducía sus explicaciones. Una hora, o una eternidad, más tarde, la dama me clavó la mirada y, relamiéndose de carmín, me insinuó que en ese momento debía dejarla a solas con Gaudí. Miré al maestro de reojo. Gaudí asintió, impenetrable. Combatiendo mis instintos, lo obedecí y me alejé hacia el corredor, donde la cabina del ascensor ya abría sus puertas. Me detuve un instante para mirar atrás y contemplé cómo la dama se inclinaba sobre Gaudí y, tomando su rostro entre las manos con infinita ternura, lo besaba en los labios. Justo entonces, el aliento de un relámpago prendió en la sombra, y por un instante me pareció que no había una dama junto a Gaudí, sino una figura oscura y cadavérica, con un gran perro negro tendido a sus pies. Lo último que vi antes de que el ascensor cerrase sus puertas fueron las lágrimas sobre el rostro de Gaudí, ardientes como perlas envenenadas. Al regresar a la habitación, me tendí en el lecho con la mente as-fixiada de náusea y sucumbí a un sueño ciego. Cuando las primeras luces me rozaron el rostro, corrí hasta la cámara de Gaudí. El lecho estaba intacto y no había señales del maestro. Bajé a recepción a preguntar si alguien sabía algo de él. Un portero me dijo que una hora antes lo había visto salir y perderse Quinta Avenida arriba, donde un tranvía había estado a punto de arrollarlo. Sin poder explicar muy bien por qué, supe exactamente dónde lo encontraría. Recorrí diez bloques hasta la catedral de St. Patrick, desierta a aquella hora temprana. Desde el umbral de la nave vislumbré la silueta del maestro arrodillado frente al altar. Me aproximé y me senté a su lado. Me pareció que su rostro había envejecido veinte años en una noche, adoptando aquel aire ausente que lo acompañaría hasta el final de sus días. Le pregunté quién era aquella mujer. Gaudí me miró, perplejo. Comprendí entonces que sólo yo había visto a la dama de blanco y, aunque no me atreví a suponer qué fue lo que había visto Gaudí, tuve la certeza de que su mirada había sido la misma. Aquella misma tarde embarcamos de regreso. Contemplábamos Nueva York desvanecerse en el horizonte cuando Gaudí extrajo la carpeta con sus bocetos y la lanzó por la borda. Horrorizado, le pregunté qué pasaría entonces con los fondos necesarios para terminar las obras de la Sagrada Familia. «Déu no té pressa i jo no puc pagar el preu que se’m demana.» Mil veces le pregunté durante la travesía qué precio era ése y cuál era la identidad del cliente que habíamos visitado. Mil veces me sonrió, cansado, negando en silencio. Al llegar a Barcelona, mi empleo de intérprete ya no tenía razón de ser, pero Gaudí me invitó a visitarlo siempre que lo deseara. Volví a la rutina de la facultad, donde Moscardó esperaba ansioso por sonsacarme. —Fuimos a Manchester a ver una fábrica de remaches, pero volvimos a los tres días porque Gaudí dice que los ingleses sólo comen buey cocido y le tienen ojeriza a la Virgen. —Té collons. Tiempo después, en una de mis visitas al templo, descubrí en uno de los frontones un rostro idéntico al de la dama de blanco. Su figura, entrelazada en un remolino de serpientes, insinuaba un ángel de alas afiladas, luminoso y cruel. Gaudí y yo nunca volvimos a hablar de lo sucedido en Nueva York. Aquel viaje siempre sería nuestro secreto. Con los años me convertí en un arquitecto aceptable y, merced a la recomendación de mi maestro, obtuve un puesto en el taller de Hector Guimard en París. Fue allí donde, veinte años después de aquella noche en Manhattan, recibí la noticia de la muerte de Gaudí. Tomé el primer tren para Barcelona, justo a tiempo de ver pasar el cor-tejo fúnebre que lo acompañaba hasta su sepultura en la misma cripta donde nos habíamos conocido. Aquel día envié mi renuncia a Guimard. Al atardecer rehíce el camino hasta la Sagrada Familia que había recorrido para mi primer encuentro con Gaudí. La ciudad abrazaba ya el recinto de las obras y la silueta del templo escalaba un cielo sangrado de estrellas. Cerré los ojos y, por un momento, pude verlo terminado tal y como sólo Gaudí lo había visto en su imaginación. Supe entonces que dedicaría mi vida a continuar la obra de mi maestro, consciente de que, tarde o temprano, habría de entregar las riendas a otros, y ellos, a su vez, harían lo propio. Porque, aunque Dios no tiene prisa, Gaudí, dondequiera que esté, sigue esperando.

martes, enero 23, 2007

Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra; el adjetivo, cuando no da vida, mata. Ver en el día o en el año un símbolo de los días del hombre y de sus años, convertir el ultraje de los años en una música, un rumor y un símbolo,

viernes, enero 19, 2007

Robert Graves

La diosa blanca (fragmento)

" Todos los santos la vilipendian, y todos los hombres sobrios que se rigen por el justo medio del dios Apolo, despreciando a los cuales navegué para buscarla en lejanas regiones, donde era más probable hallar a aquélla a la que deseaba conocer más que todas las cosas, la hermana del espejismo y del eco. "

http://www.robertgraves.org/bio.php

LORCA SIN LÌMITES, LORCA ENDUENDADO
Por: Nati Rigonni
Collage: Gracia 2006
“…el duende hiere, y en la curación de esta herida, que no se cierra nunca, está lo insólito, lo inventado de la obra de un hombre.” Federico García Lorca
Me llenó de emoción la expectativa de hablar de Federico, y al igual que Vicente Gómez Montero, tenía propuesto en un principio, mirar a pupila abierta al dramaturgo. Le pedí a Federico que se acercara a mí nuevamente. Me propuse hundirme como una espina: inocente y feroz en la palma de su mano: quería hacerme con dos gotas de su sangre unos pendientes para lucirlos este día. ¿Por qué dramaturgia si bien es más conocido mi oficio de poeta que el de actriz, o modesta autora de teatro de títeres? Quizás porque la primera vez que se tendió un puente maravilloso entre el público y mi esencia fue a través del teatro, en mi infancia, a principios de los años 80 con el Grupo Cultural Infantil “El chinampín”, con el que por cierto, realicé 2 visitas al CERESO de Orizaba, presentando sketches inventados por nosotros mismos: éramos niñitos desquiciados y fluorescentes. Pero en aquel entonces apenas conocía a Federico por uno o dos poemas sueltos. Fue hasta llegar a la escuela secundaria, al leer “Poeta en Nueva York”, que empecé a reconocer el ritmo de su sangre. Y después, en el bachillerato –con mi participación en “La zapatera prodigiosa” (en la que hacía el papel del “niño”) y en “la casa de Bernarda Alba” (en la que hacía el papel de la “criada”)- fue cuando sentí de lleno su magia, su fuerza. Federico García Lorca es hoy por hoy un consentidazo, un autor favorito; sus obras se siguen –y se seguirán- representando y recreando. No hay falla, es junto con Shakespeare, una constante. Y no resulta una casualidad que así sea, Federico logra apresar una situación y estrujarla, estirarla, degustarla, agotarla, medirla desde todos los ángulos posibles; logrando perfilar de un modo sutil empero contundente, los diversos cuerpos de cada personaje. Me refiero a que nos muestra de ellos: su fisonomía, sus sentimientos, su mentalidad, su grado de espiritualidad y su consciencia o inconsciencia ¡todo de una palmada! Y ello se debe a que el teatro lorquiano está conformado de poesía, es Poesía, pero además es actual. (Pongamos por ejemplo su farsa “La zapatera prodigiosa”: El coqueteo de la zapatera con los diversos “mozos”, bien puede compararse con el coqueteo que cualquier otra “casada” pudiera tener en el Chat con diversas personas, ya no digo sólo hombres, porque en Internet, nunca se está bien seguro de quien habla al otro lado de la línea.) Pero como les comentaba en un principio, me había preparado y ya tenía citas y comparaciones de sus obras de teatro para hacer evidente la carga poética que las hace eternas… No obstante, de último minuto, todo cambió: un acontecimiento personal y uno histórico, me hicieron decidir referirme a otros dos textos escritos por Federico: una Charla en torno al teatro y un ensayo, una conferencia en torno a la fuerza vital del verdadero artista de la cual “Sólo se sabe que quema [...] como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida.” Y estamos aquí congregados, en el aniversario 70 de su muerte, para rendir homenaje a un hombre que renegaba de las etiquetas. La muerte, que le tomó –quizás- desprevenido, le confirió la etiqueta de “victima del absurdo y la intolerancia”. ¿Por qué celebrar su final y no el inicio de sus días? Un nacimiento es una puerta abierta a infinitas posibilidades… ¡Deberíamos celebrar el arribo a este mundo de su Mente creadora, luminosa, sensible! Pero, no es un nacimiento ni su alegría de manos diminutas lo que hace surgir al duende, que es decir “el espíritu oculto de la dolorida España”, y me atrevo agregar: el espíritu oculto de nuestro México pleno de magia. Pues según Lorca: “En el mundo, solamente Méjico puede cogerse de la mano con mi país. […] Al duende ¬–continúo citando a García Lorca¬- hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre.” Y una vez pronunciado lo anterior, les compartiré aquello que me decidió a cambiar, o mejor dicho transformar la temática: Una celebración de la Muerte, la aceptación a corazón recién florido del fallecimiento de dos seres amados y respetados por su obra, por sus acciones, por sus palabras: Rafael Ramírez Heredia y Mamá Callita: mariposa 88, abuelita de sonrisa como leche tibia, niña pájaro que también se decidió a ascender, girando, hacia el azul ligero de la noche. Estamos celebrando la muerte de un artista “inmortal” que en vida, y a propósito del teatro, dijo:
Pero como les comentaba en un principio, me había preparado y ya tenía citas y comparaciones de sus obras de teatro para hacer evidente la carga poética que las hace eternas… No obstante, de último minuto, todo cambió: un acontecimiento personal y uno histórico, me hicieron decidir referirme a otros dos textos escritos por Federico: una Charla en torno al teatro y un ensayo, una conferencia en torno a la fuerza vital del verdadero artista de la cual “Sólo se sabe que quema [...] como un tópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida.” Y estamos aquí congregados, en el aniversario 70 de su muerte, para rendir homenaje a un hombre que renegaba de las etiquetas. La muerte, que le tomó –quizás- desprevenido, le confirió la etiqueta de “victima del absurdo y la intolerancia”. ¿Por qué celebrar su final y no el inicio de sus días? Un nacimiento es una puerta abierta a infinitas posibilidades… ¡Deberíamos celebrar el arribo a este mundo de su Mente creadora, luminosa, sensible! Pero, no es un nacimiento ni su alegría de manos diminutas lo que hace surgir al duende, que es decir “el espíritu oculto de la dolorida España”, y me atrevo agregar: el espíritu oculto de nuestro México pleno de magia. Pues según Lorca: “En el mundo, solamente Méjico puede cogerse de la mano con mi país. […] Al duende ¬–continúo citando a García Lorca¬- hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre.” Y una vez pronunciado lo anterior, les compartiré aquello que me decidió a cambiar, o mejor dicho transformar la temática: Una celebración de la Muerte, la aceptación a corazón recién florido del fallecimiento de dos seres amados y respetados por su obra, por sus acciones, por sus palabras: Rafael Ramírez Heredia y Mamá Callita: mariposa 88, abuelita de sonrisa como leche tibia, niña pájaro que también se decidió a ascender, girando, hacia el azul ligero de la noche. Estamos celebrando la muerte de un artista “inmortal” que en vida, y a propósito del teatro, dijo: Queridos amigos: Hace tiempo hice firme promesa de rechazar toda clase de homenajes, banquetes o fiestas que se hicieran a mi modesta persona; primero, por entender que cada uno de ellos pone un ladrillo sobre nuestra tumba literaria, y segundo, porque he visto que no hay cosa más desolada que el discurso frío en nuestro honor, ni momento más triste que el aplauso organizado, aunque sea de buena fe. […] Para los poetas y dramaturgos, en vez de homenajes yo organizaría ataques y desafíos en los cuales se nos dijera gallardamente y con verdadera saña: "¿A que no tienes valor de hacer esto?" "¿A que no eres capaz de expresar la angustia del mar en un personaje?" "¿A que no te atreves a contar la desesperación de los soldados enemigos de la guerra?". Exigencia y lucha, con un fondo de amor severo, templan el alma del artista, que se afemina y destroza con el fácil halago. Los teatros están llenos de engañosas sirenas coronadas con rosas de invernadero, y el público está satisfecho y aplaude viendo corazones de aserrín y diálogos a flor de dientes; pero el poeta dramático no debe olvidar, si quiere salvarse del olvido, los campos de rosas, mojados por el amanecer, donde sufren los labradores, y ese palomo, herido por un cazador misterioso, que agoniza entre los juncos sin que nadie escuche su gemido. Nada más necesario que replantearnos cual es principio y la finalidad del nuestro oficio, de nuestra vida dentro de la Gran Vida Universal. Uno de mis seres favoritos, el psicomago, Alejandro Jodorowsky afirma: “Uno no va al teatro para escapar de sí, sino para reestablecer el contacto con el misterio que somos todos. […] Si la finalidad de las otras artes es crear obras, la finalidad del teatro es directamente cambiar a los hombres: si el teatro no es una ciencia de la vida, no puede ser un arte.” Replantearnos, digo, observar cristal adentro. Intentar con todo que el acto creativo sea también un acto de amor a los demás. (Y aquí me detengo para señalar la labor de Verónica y Francisco Lope, y el acto de entrega vuelto libro que nos convidó Melba Alfaro: “La otredad”). Un acto de amor hacia los otros… Al respecto Lorca nos dice: “Un teatro sensible y bien orientado en todas sus ramas, desde la tragedia al vodevil, puede cambiar en pocos años la sensibilidad del pueblo; y un teatro destrozado, donde las pezuñas sustituyen a las alas, puede achabacanar y adormecer a una nación entera.” Y agrega: “Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo.” Así pues, cada quien que se asuma “responsable” desde su trinchera. Y después de “asumirse”, también es necesario exigir a las instituciones, al gobierno, que se le brinde a la cultura los recursos y espacios necesarios. Asumirnos: “El teatro se debe imponer al público y no el público al teatro. Para eso, autores y actores deben revestirse, a costa de sangre, de gran autoridad.” Y pienso, queridos amigos, que también para ello es necesario morir. Morir a los vanos intereses comerciales y recuperar la esencia sagrada. Recuperar el color ardiente de la entrega, el íntimo latido que todo lo trasforma. Según el mismo Federico en su Teoría y juego del duende: “…no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto.” Y entonces, garcía Lorca nos cuenta como: “Manuel Torres, gran artista del pueblo andaluz, decía a uno que cantaba: Tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfaras nunca, porque tú no tienes duende.” Y Manuel Torres, el hombre de mayor cultura en la sangre que Federico había conocido, dijo también esta espléndida frase: "Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende". Y ni tardo ni perezoso, García Lorca nos dice: “Estos sonidos negros son el misterio, las raíces que se clavan en el limo que todos conocemos, que todos ignoramos, pero de donde nos llega lo que es sustancial en el arte.” Son esos sonidos de “sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,” que Federico sentía con toda la belleza de su angustia en Nueva York. Pero ¿cómo se manifiesta el duende?, se preguntarán ustedes. En su Teoría y juego del duende, Federico nos narra un hecho esclarecedor: Entonces La Niña de los Peines se levantó como una loca, tronchada igual que una llorona medieval, y se bebió de un trago un gran vaso de cazalla como fuego, y se sentó a cantar sin voz, sin aliento, sin matices, con la garganta abrasada, pero... con duende. Había logrado matar todo el andamiaje de la canción para dejar paso a un duende furioso y abrasador, amigo de vientos cargados de arena, que hacía que los oyentes se rasgaran los trajes casi con el mismo ritmo con que se los rompen los negros antillanos del rito, apelotonados ante la imagen de Santa Bárbara. La Niña de los Peines tuvo que desgarrar su voz porque sabía que la estaba oyendo gente exquisita que no pedía formas, sino tuétano de formas, música pura con el cuerpo sucinto para poder mantenerse en el aire. Se tuvo que empobrecer de facultades y de seguridades; es decir, tuvo que alejar a su musa y quedarse desamparada, que su duende viniera y se dignara luchar a brazo partido. Sí, queridos amigos, lo que Federico propone es liberarnos del apego a los rígidos caminos de la forma exacta, liberarnos también de las inútiles ilusiones representadas por el Ángel y la Musa: Hay que trabajar, hay que entregarse, dejarse llevar por el sentimiento natural. Severo crítico, amante de la muerte. Amante del duende amante de la muerte, García Lorca señala: “Cuando la musa ve llegar a la muerte cierra la puerta. [...] Cuando ve llegar a la muerte, el ángel vuela en círculos lentos y teje con lágrimas de hielo y narciso la elegía que hemos visto temblar en las manos de Keats, [...] Pero ¡qué horror el del ángel si siente una arena, por diminuta que sea, sobre su tierno pie rosado! En cambio, el duende no llega si no ve posibilidad de muerte, si no sabe que ha de rondar su casa, si no tiene seguridad de que ha de mecer esas ramas que todos llevamos y que no tienen, que no tendrán consuelo.” Estamos rindiendo homenaje a aquel que en cada una de sus obras invocaba al duende poniendo al filo de la navaja a todos sus personajes. Llevando al extremo del abismo una situación para empujarla y hacerla estallar en el aire hasta convertirla en un universo pletórico de supernovas, un universo henchido de poesía. “La virtud mágica del poema consiste en estar siempre enduendado para bautizar con agua oscura a todos los que lo miran, porque con duende es más fácil amar, comprender, y es seguro ser amado, ser comprendido, y esta lucha por la expresión y por la comunicación de la expresión adquiere a veces, en poesía, caracteres mortales.” “¿Dónde está el duende? –Pregunta nuestro poeta – Por el arco vacío entra un aire mental que sopla con insistencia sobre las cabezas de los muertos, en busca de nuevos paisajes y acentos ignorados: un aire con olor de saliva de niño, de hierba machacada y velo de medusa que anuncia el constante bautizo de las cosas recién creadas.” El duende estuvo y está en Mamá Callita, la Niña pájaro que luchó a brazo partido contra el cáncer. El duende estuvo y está con Rafael Ramírez Heredia quien nos regaló su excelente narrativa, su pupila exacta que mira insomne los mundos ignorados. El duende está en el Federico que ni muerto muere. Federico sin límites que hasta el día de hoy sigue incendiando los más íntimos rincones de nuestra sangre.

jueves, enero 18, 2007

El recado (fragmento)

" Y dejo este lápiz, Martín, y dejo la hoja rayada y dejo que mis brazos cuelguen inútilmente a lo largo de mi cuerpo y te espero. Pienso que te hubiera querido abrazar. A veces quisiera ser más vieja porque la juventud lleva en sí, la imperiosa, la implacable necesidad de relacionarlo todo con el amor. Ladra un perro; ladra agresivamente. Creo que es hora de irme. Dentro de poco vendrá la vecina a prender la luz de tu casa; ella tiene llave y encenderá el foco de la recámara que da hacia afuera porque en esta colonia asaltan mucho, roban mucho. A los pobres les roban mucho; los pobres se roban entre sí... Sabes, desde mi infancia me he sentado así a esperar, siempre fui dócil, porque te esperaba. Sé que todas las mujeres aguardan. Aguardan la vida futura, todas esas imágenes forjadas en la soledad, todo ese bosque que camina hacia ellas; toda esa inmensa promesa que es el hombre; una granada que de pronto se abre y muestra sus granos rojos, lustrosos; una granada como una boca pulposa de mil gajos. Más tarde esas horas vividas en la imaginación, hechas horas reales, tendrán que cobrar peso y tamaño y crudeza. Todos estamos --oh mi amor-- tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos. "

La piedra es una frente donde los sueños gimen
sin tener agua curva ni cipreses helados.
La piedra es una espalda para llevar al tiempo
con árboles de lágrimas y cintas y planetas.
William Blake(Gran Bretaña, 1757-1827)
" Si las puertas de la percepción se depurasen, todo aparecería a los hombres como realmente es: infinito. Pues el hombre se ha encerrado en sí mismo hasta ver todas las cosas a través de las estrechas rendijas de su caverna. "

domingo, enero 14, 2007

Por Generación del 27 entendemos un grupo de escritores, de poetas, que comienza a producir en el primer tercio del siglo XX, y que se compone de los siguientes autores: Alberti, García Lorca, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Pedro Salinas, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Manuel Altolaguirre, Emilio Prados y Miguel Hernández. Si bien Miguel Hernández no suele ser considerado dentro de esta Generación, y Altolaguirre y Prados -quizá por la calidad literaria- suelen dejarse sin nombrar.
Si aceptamos así las cosas, se denominará Generación; pero, cuando buscan un nuevo lenguaje se apartan de Juan Ramón; el centenario de la muerte de Góngora no debe considerarse como un hecho histórico; el sello personal separa su lenguaje. Por tradición se denomina Generación: aceptaremos esta denominación.Podría afirmarse que, como denominador común, los poetas del 27 se caracterizan por cierta tendencia al equilibrio, a la síntesis entre:a. lo intelectual y lo sentimental,b. una concepción cuasi- mística de la poesía y una lucidez rigurosa en la elaboración del poema,c. la pureza estética y la autenticidad humana,d. lo minoritario y la inmensa minoría,e. lo universal y lo español. El equilibrio integrador del grupo del 27 recibe su confirmación definitiva cuando se observan sus comunes preferencias literarias: existe una clara influencia del Vanguardismo ---especialmente del Ultraísmo, Creacionismo y Surrealismo----, pero sin alzarse contra nada, no niegan la poesía anterior, pese a ser totalmente innovadores; admiran a Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Unamuno, Machado, Rubén Darío..., Bécquer, los clásicos Góngora, Manrique, Garcilaso, San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Quevedo..., Lope de Vega, en su aspecto popular, el Romancero, el Cancionero..., todo lo tradicional, y, sin embargo, son renovadores.

sábado, enero 13, 2007

El último reino Por: Esperanza Sánchez Gracia

María y Martha reposan bajo la sombra de una higuera. Martha acaricia en sus manos el silencio, lo bendice, lo escucha.
Maria su hermana permanece inmóvil, besa tiernamente la luz que no es materia. Las dos avanzan contemplativas hacia el camino del eclipse arcano el lugar que los antiguos profetas llamaron la tierra de la sangre y de los huesos ungidos… En la lejanía se distingue una visión, una puerta santa, que las espera. En el cielo puro y solitario las miran mil ojos, son mil reinos. La mañana es de sangre, un reino azul cae de los cielos…Martha esta confundida, Maria tiene miedo. Hablan de un Rey desconsolado que suplica desgarrado en el Monte del Calvario, clavado sobre una cruz de negro odio. Martha y Maria avanzan descalzas, dolientes y afligidas buscan en la muchedumbre al Rey del mundo, al justo. Se pierden en aquel bosque siniestro de traidores, cierran sus ojos y sin saberlo caen en un profundo sueño de polvo y ceniza. Al despertarse creen escuchar en la distancia una voz pálida que las llama. Es un pequeño niño Es Lázaro su hermano, el se aproxima hacia ellas con una mirada silenciosa, las sujeta de la mano y sonríe. El horizonte parece un gran rió púrpura colmado de luz, los tres hermanos se estrechan y danzan extasiados de alegría, sus rostros lucen radiantes, y poco a poco van ascendiendo a través de los círculos dorados hasta desaparecer en el reposo inmemorial y ardiente de las almas. La ultima morada...

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